sábado, 9 de octubre de 2010

Cuatro sombreros

Una vez había cuatro sombreros que decoraban un perchero; el primero de ellos, de un suave raso negro, con lazo en un costado, miraba al segundo y pensaba “oh, pero qué vivos sus colores, qué originalidad en su entramado, que distinto a mí mismo”. A su vez, el segundo miraba al tercero, y temeroso se preguntaba “¿de qué material estará hecho? seguro que me puede, pues de todos los que aquí estamos parece el más fiero”. El tercero, por el contrario, miraba al cuarto, y con recelo se le ofrecía “que su calidad era de auténtico espanto”. Y, como cabría esperar, el cuarto miraba al primero, y de tanto y tanto mirarlo acabó por convencerse de que de todos, era el más bello. Así es que los cuatro decoraban con gusto y elegancia el perchero, siempre y cuando no decoraran alguna hermosa cabeza, y de ninguno de ellos era objeto percatarse de lo inútil de sus juicios, pues todos eran obra y gracia quizá del más ingenioso de los maestros, que en sus diseños, imaginativo y valiente como ninguno, dio a cada uno el don más preciado, el de ser único, diferente, y parte importante de algo más grande que ellos mismos. Juntos eran mucho más de lo que podían ser como simples complementos aislados.

Pobres sombreros que, centrados en la existencia de sus compañeros, eran incapaces de enorgullecerse de sus propias cualidades y únicamente admiraban o se jactaban de las características de los otros. Tanto escudriñaban al que tenían delante que olvidaban mirarse así mismos y se les escapaba que el de detrás los miraba a ellos. Cada uno de los sombreros, con sus distintos materiales, ribetes, colores y formas enriquecían con su sello personal el amplio abanico de variedad que se puede encontrar en las sombrererías, y gracias a estas peculiaridades se convirtieron en auténticos artículos de coleccionista.

Y es que, si de algo carecían los sombreros, era de perspectiva. Un buen día el segundo sombrero acompañó a su dueña a escuchar a una persona que hablaba de amor propio, autoestima y reconocimiento. Estas palabras quedaron impresas en el pensamiento del sombrero, que decidió poner a prueba lo aprendido y contrastó con el sombrero primero. Al llegar al perchero lo miró y le dijo “eres tan fino y armonioso que de todos eres el más elegante”. El primer sombrero, sorprendido por las palabras del segundo, se volvió al cuarto y le dijo “eres un auténtico todo terreno, con tu calidad resultas muy funcional”, el cuarto, aún sin creerse del todo que el sombrero más bello dijera eso de él, se volvió al tercero y le dijo “sin duda eres el más provocativo de todos, me gustas” y el tercero, impresionado de que el compañero sobre el que tantos aspectos negativos proyectara antaño, con ímpetu se dirigió al segundo y le espetó “eres como el mismísimo arco iris en un día de lluvia”. De este modo los sombreros, fascinados por sus nuevos descubrimientos, aprendieron a dar y a recibir, y poco a poco sus corazones se fueron abriendo en este intercambio, descubriendo que todos y cada uno eran especiales y dignos, gracias a la mirada amorosa de sus compañeros, para descubrir el amor por sí mismos, sin el cual jamás se hubieran dado la oportunidad de conocerse. Como dijo Confucio, la virtud no habita en la soledad: debe tener vecinos.

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