miércoles, 13 de octubre de 2010

Ocurrió en la ciudad eterna.

Una mujer de 32 años yace en el suelo en el metro de Roma. Está tumbada boca arriba, con los brazos extendidos. Durante 20 minutos, gran cantidad de gente pasa a su lado sin ni siquiera acercarse a tocarla, observando la escena desde la perspectiva que les ofrecen sus creencias, condicionantes y valores. Al cabo de este tiempo alguien se decide a llamar a un médico. La mujer había tenido una discusión por un billete de metro con un hombre que acabó por pegarle un puñetazo en la cara dejándola inconsciente, a la vista de todos. Si ya de por sí es brutal la agresión sufrida por parte de este hombre, aún lo es más la omisión de socorro, por la que el alcalde de la ciudad ha pedido disculpas públicamente.

No obstante, este no es un hecho aislado, y me atrevería a decir que diariamente se producen escenas parecidas, e incluso que alguno de los que estáis leyendo esto hayáis presenciado alguna vez semejante despropósito. El caso más famoso fue el de Kitty Genovese, en los años 60. Kitty era una joven neoyorquina que fue asaltada por un individuo, psicópata y agresor sexual, en plena calle junto a su vivienda, ante la mirada de los 38 vecinos que advirtieron que alguien pedía ayuda. Fue atacada brutalmente durante más de media hora y murió en la ambulancia que la llevaba de camino al hospital. Éste caso fue el precursor de que algunos investigadores hablaran de “el efecto espectador”, que predice que es menos probable que alguien intervenga en una situación de emergencia cuando hay más personas que presencian esta situación. En el caso de Kitty, muchos vecinos declararon que suponían que otros habrían avisado a la policía, y que no era necesario implicarse.

De eso se trata, de implicación. Me gustaría saber qué pensaron aquellos que pasaron junto a la joven inconsciente del metro. Qué les impidió acercarse y formar parte de lo que estaba ocurriendo. ¿Acaso no veían que nadie más se acercaba, que nadie ayudaba a aquella joven?. Sin embargo, nos enternecemos cuando vemos en las noticias un vídeo de un gato que parece hacerle un masaje cardiaco a otro gato que está muerto, para después permanece junto a él durante mucho tiempo, acostado a su lado. O cuando nos envían un power point en el que se ve cómo un gorrión acude al rescate de otro que se encuentra agonizando. Dudo mucho que otras especies animales conozcan el efecto espectador. ¿Os acordáis de aquel gato que arañó la cara de su dueña para salvarla de un incendio? Sí, incluso con nosotros lo hacen también. Son muestras de afecto y compromiso que parecen realmente “humanas”. Pero en realidad, la respuesta de “humanidad” hoy día es otra muy distinta. He de decir que me enorgullezco de pertenecer a un planeta donde habitan seres compasivos, afectuosos; seres que no dañan el medio ambiente vertiendo petróleo en las costas, o llenando la atmósfera de moléculas de cloro. Seres cuya capacidad agresiva se limita a la protección de su especie, no a la destrucción de la propia. Me indigna que esos seres no seamos nosotros, los que nos llamamos “seres humanos”, el producto de miles de años de evolución que culminan en la actitud de desprotección total de cualquier forma de vida que habita en nuestro planeta. Esto es lo que somos, y si queremos desarrollarnos como individuos, es necesario que comprendamos qué es lo que estamos haciendo. Espero que algún día dejemos de ser meros espectadores, consecuencia del mundo que nos rodea y podamos ser merecedores de la Tierra que habitamos.

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