lunes, 27 de septiembre de 2010

El diálogo interior

   El lenguaje es una herramienta de comunicación tan poderosa que desde el inicio de nuestra historia como homo sapiens nos ha diferenciado del resto de especies y nos ha colocado en la cumbre de la evolución. Tan complejo y tan bello, con tantos sistemas implicados en su desarrollo (áreas cerebrales, anatómicas y psicofisiológicas) a menudo olvidamos la importancia y el alcance del uso que hacemos de él. La forma en la que empleamos el lenguaje (verbal y no verbal), pero sobre todo el contenido, suele ser distorsionado, empobrecido y maltratado de modo que pierde su función, el contacto con otros seres humanos.
    
    Desde el empleo de fórmulas vagas (estoy regular), hasta el uso de monosílabos a discreción (sí, no, bueno...), preguntas retóricas, cuantificadores universales (siempre, nunca, todo, nada) u operadores modales (“tengo que hacerlo”, “es imposible llegar allí”), el lenguaje que empleamos a menudo nos ofrece todo tipo de vías de escape al verdadero contacto con nosotros mismos y con los demás. La tónica habitual suele ser esta, a menos que una mayor atención a los procesos psicológicos que intervienen en la comunicación interna y externa, nos ayuden a vislumbrar el modo en que nos decimos las cosas (nuestro diálogo interior) y cómo las expresamos al mundo.

    Decía Virginia Satir que "cuando me exijo hablar de una manera que no va de acuerdo con mi manera de sentir, enturbio mi capacidad de ver y oír y, en consecuencia, mi contacto se llena de dificultades". (Virginia Satir, En contacto íntimo, 1976).  De modo que si lo que expresamos no concuerda con lo que sentimos, con la emoción que experimentamos, no somos auténticos en nuestro contacto con el otro. A menudo disfrazamos nuestro propio lenguaje y lo lanzamos a modo de reproches y ataques, porque también nosotros hemos percibido que el otro nos dañaba de alguna manera. Esto es un indicador de que a menudo, somos mal escuchados, mal vistos y mal entendidos, por lo que el contacto se produce de manera insatisfactoria.

    Si esto ocurre en el contacto con otros, desde luego ocurre también en el nivel interno, no siendo la mayor parte de las veces, conscientes de las barbaridades que nos decimos a nosotros mismos. Desde el empleo de generalizaciones y verbos específicos incompletos (“todos me hieren”) hasta distorsiones como la adivinación (“seguro que piensa que soy una pesada”) o las construcciones comparativas (“es difícil”). Basta estar alerta de cómo brotan automáticamente estas frases en nosotros para darnos cuenta de la frecuencia de su uso. Sin embargo, lo peor de todo es el efecto que produce en nuestra energía vital, nuestra autoestima y nuestro autoconcepto. La culminación de la evolución resulta ser un modo de enjuiciarnos y castigarnos, limitando poderosamente nuestras acciones y nuestro modo de desenvolvernos en el mundo. Como dijo Kierkegaard, ¡Qué irónico es que precisamente por medio del lenguaje un hombre pueda degradarse por debajo de lo que no tiene lenguaje!. Por tanto, un buen uso del lenguaje, un conocimiento de su estructura y forma, su poder y su alcance, nos hace más libres de comunicarnos con los demás y con nosotros mismos, y acerca nuestro mapa de visión del mundo al auténtico territorio que es la vida.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

LAS MUJERES ÉRAMOS PELIGROSAS

Hay momentos (muchos, ciertamente) en que me gusta establecer relaciones entre el cine, una de mis grandes pasiones, y ciertos aspectos de la realidad psicológica. Es cierto que la realidad supera la ficción pero de cualquier manera hacer ficción de la realidad es todo un arte. Hace algunas semanas vi en televisión, en un canal de películas clásicas, “La mujer pantera” (Jacques Tourneur, 1942), un clásico del cine de terror de Hollywood del que posteriormente se hizo un remake en 1982. Su visionado me suscitó una serie de ideas acerca del papel de la mujer en la sociedad occidental en aquella época, y eso que el cine de aquellos años ya empezaba a impregnarse de talentos como Verónica Lake, Rita Hayworth, Catherine Hepburn o Lauren Bacall que destacaron por sus personajes femeninos de carácter fuerte, seductor y ambiguamente vinculados con características propiamente masculinas, como la firmeza o la inteligencia orientada a urdir planes maquiavélicos  vengativos, movidas por sus propios intereses, homicidas con premeditación y que además, tienen tiempo para sacar partido a su belleza y erotismo.

    La evolución del papel de la mujer en la historia del siglo XX es expresada también en el cine de diferentes épocas, y los años 30 y 40 constituyeron la revolución para una figura de mujer cada vez más presente en la sociedad, aunque después fue convenientemente apaciguada (por medio de algunos que devolvieron a los hombres a casa después de la II G.M.) y reconvertida en el ama de casa perfectamente dispuesta para todo además de perfectamente redondeada y rubia, sin tiempo ya para la venganza, las pasiones o la seducción, más preocupada quizá de resultar servicial y una buena patriota.

    Pues bien, en “La mujer pantera” podemos detectar algunas de las creencias más potentes acerca de las mujeres y la sexualidad; la protagonista, Irina, es mitad mujer y mitad pantera. Ella conoce el mal que anida en su interior, pero también conoce la fórmula para mantenerlo a raya y controlado. Decide subyugar su lado oscuro, violento y sensual (la imagen propia de un felino) que no casualmente está relacionado con el inicio de la intimidad de pareja. La protagonista decide no consumar el matrimonio, por miedo a desatar la fiera que habita en ella. Se muestra esquiva, misteriosa y un tanto mojigata, creyendo así contentar a su marido, y temerosa de su propia naturaleza, de la que advierte a su compañero, que no logra entender bien qué le ocurre a su extravagante mujer, pero de la que se siente atraído de una forma que ni él mismo se explica. La dualidad se resiste a mantenerse en ella y pronto encuentra otras formas para expresar la parte alienada de Irina. La ira actúa como propulsora de la metamorfosis. Si la protagonista se enfada, se convierte en un ser maldito, un animal encerrado por la sociedad a conciencia, que permanece en una jaula para ser únicamente observado y temido. Los encuentros de la mujer con una pantera negra que se encuentra en el zoo se repiten cada vez con mayor frecuencia, siendo ya prácticamente imposible el control sobre la propia naturaleza. En un arranque de celos, Irina sufre la metamorfosis, intenta vengarse de su marido y de su nueva novia (compañera de trabajo desde hace años, su mejor amiga y paño de lágrimas, ahí es nada) sin éxito y escapa herida de muerte al zoo, donde se reencuentra con la pantera enjaulada, a la que libera de su prisión en un último aliento. La fiera pocos segundos después es atropellada por un coche. Tanto la mujer como la pantera sufren un dramático final en el momento en el que son liberadas, encontrándose con la muerte como castigo. El rechazo a la parte agresiva y sexual de la mujer, como algo oscuro y pecaminoso, fruto de una maldición del diablo, es tan antiguo como el mito de Adán y Eva, algo que parece ser que hoy día está superado al menos en las sociedades occidentales y occidentalizadas.

Por otro lado, se hace muy presente el juicio por el cual un matrimonio que se establece en función de la pasión y la atracción está condenado al fracaso, mientras que la pareja perfecta viene a ser aquella con la que se mantiene una relación de amistad, con ausencia de sexo. Fiel reflejo de la mentalidad de la época, de los valores y creencias inherentes a la cultura norteamericana, el largometraje, visto hoy día, puede parecer un chiste, antiguo y degradado, pero cuyo contenido es explicativo de muchos de los conflictos que en la actualidad, parejas de diversas generaciones reproducen por aprendizaje de su entorno familiar y social. Transmitida esta información de madres a hijas y de padres a hijos y tragada en forma de introyectos, habita en el inconsciente y extiende sus redes a través de las estructuras cognitivas que conforman madejas de creencias y que pueden pasar desapercibidas, calando hondo en la personalidad y emocionalidad del individuo. No es una tontería, y aún creyéndonos libres e igualitarios, no debemos olvidar nuestros precedentes, ni como nuestros abuelos o padres pensaban acerca de las relaciones y los roles en la pareja, ya que si conocemos la historia más reciente del pensamiento nos será más fácil entendernos a nosotros mismos.

lunes, 13 de septiembre de 2010

La dificultad de ser "humano" y no una chelonia

La angustia, el dolor, la tristeza, la ira... emociones y sentimientos que nos incomodan, que consideramos negativos y tratamos de evitar por todos los medios. Es como si tratáramos de eliminar los días de lluvia o las coles de bruselas. Tantas cosas podemos llegar a leer o escuchar sobre los “afectos negativos”, emociones y estados de ánimo proscritos por la razón. La era de la conciencia implicará que hayamos aceptado que nuestras emociones son adaptativas, necesarias y provechosas. Son lo que nos hace ser seres humanos, máquinas imperfectas provistas de redes neuronales, que nos conectan y nos cortocircuitan a veces cuando intentamos entender, cuando sólo se trata de sentir. Mejor nos iría quizá si, nos propusiéramos sentir más y entender menos.

Hace poco leí que el verdadero conocimiento, el duradero, se produce a nivel inconsciente. No es una locura si pensamos que el 95% de la información de nuestro entorno es captada por nuestro inconsciente y sólo un 5% por nuestra mente consciente. Cuando sentimos tristeza, nuestro cerebro consciente puede intentar decirnos ¡no, no lo hagas, eso no está bien! Y así tratar de evitar experimentar la emoción, contactar de verdad con lo que me ocurre. Si no escuchamos la sabiduría de nuestro organismo (relegada y archivada en grandes almacenes, llenos de telarañas, clasificada como “información confidencial: mente inconsciente”) nos perdemos gran parte de la información acerca de nosotros mismos y nuestras emociones. Quizá esa información fue sustituida en el pasado por otra que nos pareció mejor, más útil y más fácil, aunque con un coste muy superior; aquella que nos sirvió para escapar, huir o dejar de enfrentar las situaciones, la que nos ayudo a creer que guarecernos bajo capas del grosor del caparazón de una tortuga de las Galápagos nos aseguraría la supervivencia. Creer que eso es lo que somos, puede ser más doloroso que enfrentarnos a la verdad de nuestra naturaleza, la que está en nuestro interior.

Gilbert K. Chesterton, escritor británico, dijo “la habilidad moderna no consiste en esconder la emoción, sino en afectarla”. Dejarnos afectar por la emoción, es, sin duda hoy por hoy, un acto de valentía.

viernes, 10 de septiembre de 2010

La fuerza de voluntad: esa gran desconocida

Es posible que uno de los conceptos más usados, deformados y nombrados en la historia de la humanidad sea la “fuerza de voluntad”. Hablamos de “tener la fuerza de voluntad suficiente” o de “no tener fuerza de voluntad”. Pero, ¿alguno de nosotros sabe qué significa realmente?

Cuando hacemos referencia a la fuerza de voluntad, por lo general se trata de nuestra capacidad para hacer algo lo que está en juego. Por lo tanto, si afirmamos “no tengo fuerza de voluntad para dejar de fumar” estamos aludiendo a nuestra incapacidad para dejar de fumar, como si de una cuestión de capacidades se tratara. No, no es así realmente. La fuerza de voluntad la mayoría de las veces nos permite escudarnos bajo la capa de la incapacidad para no hacer aquello que no queremos, o para seguir haciendo aquello que queremos pero creemos que no debemos. “No tengo fuerza de voluntad para ponerme a estudiar” quiere decir “no quiero estudiar pero como eso suena muy mal prefiero decir que no soy capaz de ello”.

La fuerza de voluntad es un constructo ambiguo. Esto quiere decir que no es un comportamiento observable, obvio y tangible. Por eso es sospechoso y no debemos hacer uso alegremente de él. Los indicadores de conducta que podamos observar que serían achacables a la fuerza de voluntad, en realidad se achacan a otras conductas o comportamientos no ambiguos. Por ejemplo, si observamos a una persona levantarse a las 7:00 en una fría mañana de invierno para salir a correr, en lugar de decir “qué fuerza de voluntad tiene para hacer ejercicio en esas condiciones” podríamos decir “qué disciplina demuestra para hacer ejercicio en esas condiciones”.

Realmente, si sustituimos “voluntad” por “querer” la frase “no tiene fuerza de voluntad para dejar de comer panchitos”  quedaría así “no tiene fuerza de querer para dejar de comer panchitos” ¿a que no suena igual?. A menudo la fuerza de voluntad nos sirve para disculpar al otro de hacer lo que hace, porque parece que lo hace sin querer, porque es incapaz de evitarlo. Uno no tiene fuerza de querer, uno quiere o no quiere algo. Otra cosa es el coste de querer algo. Si valoramos internamente que el coste de llevar a cabo algo que queremos hacer es mayor que el beneficio de quererlo, podemos optar por no hacerlo, con el siguiente desajuste organísmico y conflicto interno. Ahora bien, para lidiar contra ese conflicto interno pretendemos excusarnos en nuestra falta de capacidad a través de la fuerza de voluntad. Y esto es liar aún más la cosa cubriendo de capas conflictivas el desajuste inicial, porque tampoco genera un sentimiento agradable creernos incapaces de hacer algo (aunque si oculta algo más gordo, bienvenido sea).

De esta forma, minamos nuestra autoestima, porque nos creemos incapaces de hacer lo que pensamos que es mejor para nosotros, y nos habituamos a que otros también nos vean así. Ofrecemos al mundo una imagen distorsionada e infravalorada de nosotros mientras que por dentro nos sentimos también del mismo modo. Todo por el hábito que producen las excusas. Esto no es ni más ni menos que otra forma más de boicotearnos. Nuestro peor enemigo nos aguarda perenne en el cuarto de baño: somos nosotros mismos al reflejarnos en el espejo.

martes, 7 de septiembre de 2010

EL BOICOT




¿Qué es el boicot?
 
Boicot debe su epónimo a Charles Cunningham Boycott, administrador irlandés y primer hombre oficialmente boicoteado de la historia.
 
Definición de boicotear: 1. tr. Excluir a una persona o a una entidad de alguna relación social o comercial para perjudicarla y obligarla a ceder en lo que de ella se exige. 2. tr. Impedir o entorpecer la realización de un acto o de un proceso como medio de presión para conseguir algo.

Es decir, el deporte favorito de muchos. Aquí voy a hablar del boicot  solamente referido a uno mismo.  Algunos pasan toda su vida tratando de boicotearse en decisiones vitales, en momentos de disfrute, en puntos de inflexión, en crisis, etc. Es igual, la cuestión es interrumpir el ciclo de satisfacción de necesidades. El ciclo está compuesto, por orden, de las siguientes fases: Sensaciones, toma de conciencia, energetización, acción, contacto, satisfacción, retirada y retorno al punto cero. Este ciclo se encuentra en todos los órdenes de las actividades humanas, desde comer, hasta mantener una relación sexual, estudiar un temario, etc.

Una de las formas de boicotearse, de las más queridas por muchos, es el llamado mecanismo de desvalorización (bloquea el ciclo en la fase de contacto e impide la satisfacción); por ejemplo, cuando damos una fiesta para nuestros amigos en casa, en la que contamos nuestros mejores chistes, nos vemos fabulosos y somos los mejores anfitriones, y al acabar la fiesta nos decimos que tampoco ha sido para tanto, el vino tinto se ha acabado pronto y la tempura de verduras estaba fría. Además, seguro que aunque todos parecían pasarlo bien, prefirieron la fiesta que dio menganito la semana pasada.  Cuando estábamos en plena fiesta lo pasábamos bien, pero el cristal con el que se miran los acontecimientos pasados puede variar en función de nuestro estado de ánimo y de nuestros pensamientos automáticos. Toda una red de creencias limitadoras se extiende entre nosotros y el disfrute pleno de una fiesta, un concierto, una conferencia en la que hemos sido vocales o una tarde libre con nuestra pareja. “Siempre podría haber sido mejor” es uno de los grandes pensamientos equívocos a la hora de valorar una situación. Las percepciones distorsionadas acerca de la realidad, nos llevan a confirmar lo que ya sabíamos: “no somos lo bastante buenos” o “siempre falla algo”.

La desvalorización es el mecanismo de defensa que impide la satisfacción de la necesidad una vez realizado el contacto. Nos impide sentirnos satisfechos con lo que hemos hecho. Es como una especie de duende verde que viene a decirnos “tampoco es para tanto”, un frustrador profesional que se nos cuela en la mente y nos susurra en la oreja que no debemos abandonarnos al disfrute, aún no, porque aún no es el momento perfecto para hacerlo, porque “ya sabemos que siempre podría haber sido mejor”.

El problema es que es del todo improbable que encontremos ese momento perfecto para que todo resulte conforme a nuestras expectativas, sobre todo cuando sólo se trata de una excusa para no disfrutar de lo que tenemos en el momento presente. Por tanto, a mi juicio la desvalorización es impulsada por un mecanismo de falta de contacto con el momento presente, el aquí y el ahora. Se produce un desajuste entre nuestras expectativas (que se colocan en el futuro) y  lo que tenemos ahora (que se coloca en el presente):
 
Expectativas exigentes (tengo que hacer/ tiene que pasar) + la realidad de lo que hago o lo que pasa = insatisfacción, desasosiego, ansiedad...

    Por desgracia el ciclo se puede repetir una y otra vez sin llegar a una retirada que cierre el evento, la necesidad que queríamos satisfacer con lo que hacíamos. Es lo mismo que si nos comemos una pizza que nos apetece mucho y después, con el estómago lleno, nos decimos que hubiera sido mejor comernos un plato de pasta.

Ya lo dijo Ortega y Gasset, "Lo que más vale en el hombre es su capacidad de insatisfacción". Y a veces, lo que más pesa, también.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Enquistamiento vs. acción

    Cuando buscamos realizar nuestros deseos, a menudo nos encontramos en callejones sin salida que nos impiden llevar a cabo aquellas acciones decisivas para nosotros y nuestra vida. Nuestras ideas, nuestros pensamientos y deseos, mueven energía en nuestro interior. Existen diversos factores que contribuyen al “enquistamiento”, es decir, a dejar nuestra energía fija en un punto interno de nosotros mismos sin que se produzca un movimiento natural de fluidez hacia fuera, de conversión de esa energía en una acción.
La retroflexión es un mecanismo de defensa que utilizamos los seres humanos para impedir que la energía vaya hacia fuera, con lo que la invertimos hacia adentro. Llamo enquistamiento a la concentración de esa energía en el interior. Poniendo un ejemplo de cómo se lleva a cabo este proceso, si tú deseas decirle a la señora que se te cuela en la pescadería “señora, es mi turno, no el suyo” y sin embargo te quedas callado con la frase en la punta de la legua, impidiendo expresar tu deseo verbalmente (por razones que expondré a continuación) notas que la sangre te bulle, se te sube el enfado hasta las orejas y hasta puedes oler el humo que te sale por la coronilla. La imagen no es muy alagüeña sin duda, y recuerda a los dibujos animados. Pues algo tan simple como reclamar el turno en un comercio, puede suponer un verdadero quebradero de cabeza. Todo está en el valor que le damos a cada situación en relación con nuestros propios mecanismos de acción (o no acción).

Me parece sumamente importante desde el punto de vista psicológico el fenómeno del enquistamiento y sus consecuencias a medio y corto plazo. ¿Qué factores influyen en el enquistamiento de la energía?

·    Temor a las consecuencias imaginadas: en nuestra fantasía (esa zona intermedia, pesada y pegajosa que se extiende entre nosotros y la realidad) imaginamos consecuencias catastróficas producto de nuestros actos. En el caso del turno de la pescadería, podrías pensar que ante tu comentario, se te quebraría la voz, o quedarías como un borde delante de la pescadera, o que la señora a la que se lo dices te insulta, os enzarzáis en una pelea, o que llama a su primo el de zumosol… puede resultar gracioso, pero las consecuencias imaginadas son uno de los principales motivos por los que frenamos nuestra acción y revertimos la energía que debía ser liberada.
·    Creencias limitadoras: quizá pienses que decirle algo a la señora que se te cuela no merece la pena (mientras tu enfado sigue creciendo dentro de tí); o quizá piensas que tú mereces que se te cuelen en la pescadería (aún peor). Lo que pensamos acerca del mundo o de nosotros mismos en torno a lo que hacemos es decisivo para llevar a cabo la acción que equilibre nuestra energía.
·    Retroflexión: como dije, este mecanismo revierte la energía hacia el interior, favoreciendo el enquistamiento. La energía hacia adentro sigue siendo energía (no se destruye, sólo se transforma) aunque desviada de la diana que le corresponde. Si colocamos una diana errónea en nuestro interior, desviamos la energía vuelta hacia nosotros, alterando el equilibrio natural. Si nos enfadamos con nosotros mismos porque la señora se ha colado en la pescadería, ¡voilá!, ahí está el ejemplo perfecto de retroflexión.

Como hemos visto, somos capaces de imaginar consecuencias desastrosas de nuestras acciones, podemos activar creencias que nos limitan y podemos hacernos diana de nuestra ira furibunda. Lo que nos diferencia de las serpientes es que si nos mordemos la lengua, es que nosotros sí nos envenenamos, porque no somos autoinmunes. Podemos ser nuestro peor enemigo, y no es exagerado. Podemos encontrar ejemplos como el del turno de la pescadería en nuestra vida diaria, sólo hay que pensar un poco y seguro que se nos ocurrirá algo. ¿Ya tienes el tuyo? Pues piensa ahora en las auténticas consecuencias que tiene “no actuar”. Acuérdate de cómo te sentiste, quizá pensaste lo injustos que fueron otros y lo injusto que fuiste tú contigo mismo por permitirlo. Quizá te sentiste limitado por tu miedo, cuando quisiste expresarte como eras. Quizá quisiste coger un pincel pero dudaste de tu arte, o quisiste cantar pero no entonaste ninguna nota, o te diste cuenta de que querías escribir y no te atreviste. Créeme, esa energía se quedó en algún lugar de tu interior, sin hacerte ningún bien. Una de las consecuencias del enquistamiento es la fijación, antagónica del movimiento. El equilibrio del organismo es movimiento, si no observa cómo haces la digestión. Seguro que reconoces que se produce un movimiento natural de ingestión y digestión que acaba en la expulsión. Pues con lo demás pasa lo mismo, si generamos algo en nuestro interior, y somos capaces de encontrar la salida más adecuada a ello, cumplimos con el ciclo homeostático. Mientras que, cuando algo se enquista, está ocupando un lugar en el organismo que no le corresponde, por lo tanto, ese lugar de nosotros enferma. Enfermar en el cuerpo o en la mente es lo mismo, somos nosotros los que enfermamos y es igual de perjudicial.

¡Bienvenidos!

En esta nueva aventura bloguera, espero poder transmitir y compartir opiniones y distintos puntos de vista acerca de la psicología, la psicoterapia y la relación de ayuda. Este espacio común nos permitirá establecer contacto y abordar nuestro modo de ver las relaciones humanas, los procesos psicológicos, desde diferentes ámbitos y orientaciones (gestalt, transaccional, PNL, cognitivo-conductual, etc.).

A aquellos que me seguíais en mi otro blog, espero poderos ofrecer mayor diversidad de contenidos y enlaces en esta nueva ubicación, para subsanar carencias de la anterior.

¡Hola a todos!