viernes, 10 de septiembre de 2010

La fuerza de voluntad: esa gran desconocida

Es posible que uno de los conceptos más usados, deformados y nombrados en la historia de la humanidad sea la “fuerza de voluntad”. Hablamos de “tener la fuerza de voluntad suficiente” o de “no tener fuerza de voluntad”. Pero, ¿alguno de nosotros sabe qué significa realmente?

Cuando hacemos referencia a la fuerza de voluntad, por lo general se trata de nuestra capacidad para hacer algo lo que está en juego. Por lo tanto, si afirmamos “no tengo fuerza de voluntad para dejar de fumar” estamos aludiendo a nuestra incapacidad para dejar de fumar, como si de una cuestión de capacidades se tratara. No, no es así realmente. La fuerza de voluntad la mayoría de las veces nos permite escudarnos bajo la capa de la incapacidad para no hacer aquello que no queremos, o para seguir haciendo aquello que queremos pero creemos que no debemos. “No tengo fuerza de voluntad para ponerme a estudiar” quiere decir “no quiero estudiar pero como eso suena muy mal prefiero decir que no soy capaz de ello”.

La fuerza de voluntad es un constructo ambiguo. Esto quiere decir que no es un comportamiento observable, obvio y tangible. Por eso es sospechoso y no debemos hacer uso alegremente de él. Los indicadores de conducta que podamos observar que serían achacables a la fuerza de voluntad, en realidad se achacan a otras conductas o comportamientos no ambiguos. Por ejemplo, si observamos a una persona levantarse a las 7:00 en una fría mañana de invierno para salir a correr, en lugar de decir “qué fuerza de voluntad tiene para hacer ejercicio en esas condiciones” podríamos decir “qué disciplina demuestra para hacer ejercicio en esas condiciones”.

Realmente, si sustituimos “voluntad” por “querer” la frase “no tiene fuerza de voluntad para dejar de comer panchitos”  quedaría así “no tiene fuerza de querer para dejar de comer panchitos” ¿a que no suena igual?. A menudo la fuerza de voluntad nos sirve para disculpar al otro de hacer lo que hace, porque parece que lo hace sin querer, porque es incapaz de evitarlo. Uno no tiene fuerza de querer, uno quiere o no quiere algo. Otra cosa es el coste de querer algo. Si valoramos internamente que el coste de llevar a cabo algo que queremos hacer es mayor que el beneficio de quererlo, podemos optar por no hacerlo, con el siguiente desajuste organísmico y conflicto interno. Ahora bien, para lidiar contra ese conflicto interno pretendemos excusarnos en nuestra falta de capacidad a través de la fuerza de voluntad. Y esto es liar aún más la cosa cubriendo de capas conflictivas el desajuste inicial, porque tampoco genera un sentimiento agradable creernos incapaces de hacer algo (aunque si oculta algo más gordo, bienvenido sea).

De esta forma, minamos nuestra autoestima, porque nos creemos incapaces de hacer lo que pensamos que es mejor para nosotros, y nos habituamos a que otros también nos vean así. Ofrecemos al mundo una imagen distorsionada e infravalorada de nosotros mientras que por dentro nos sentimos también del mismo modo. Todo por el hábito que producen las excusas. Esto no es ni más ni menos que otra forma más de boicotearnos. Nuestro peor enemigo nos aguarda perenne en el cuarto de baño: somos nosotros mismos al reflejarnos en el espejo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario